21 de enero de 2008

Ciudad

Salgo a la calle, me dirijo al paradero. El cielo semi oscuro de la mañana ofrece el trasfondo de una melancólica ciudad. Las unidades de transporte, las combis, las custers y los omnibuses, se enfrascan en verdaderas disputas por recoger pasajeros. Los gritos de los cobradores llenan la mañana y el paisaje.
Subo a una custer. La radio del carro inunda el espacio interior. El viaje será largo y de seguro permaneceré de pie. La gente no conversa. En Lima, la gente que no se conoce, por lo general, no conversa. Pueden viajar media hora o más, juntos, pero rara vez entablarán conversación; en esta ciudad impera un clima, un retintín a desconfianza y a molestia. Algunos hablan por celular y muy seguido suben vendedores a contar sus desgracias personales.
El mayor ruido viene de la radio y el cobrador que no para de gritar y llamar a la gente.
Siempre los empujones incómodos e impertinentes; pero, ya todos acostumbrados a ello.
Luego de cuarenta minutos, llego a mi destino. El Sol ya ha salido, y el aire ya se ha cargado con las emisiones de monóxido. Avanzo acelerado; voy retrasado. Un par de choferes se insultan, un vendedor pugna con el cobrador por subir a vender para ganarse la jornada y algunos perros aún somnolientos, husmean las esquinas en busca de comida.
Con la mañana avanzando, sube el calor y sube también la neurosis cotidiana. La mañana se vuelve día y luego, ésta deviene inevitablemente tarde. Hablar, explicar, convencer, escuchar, observar la sucesión de escenas, a veces aprendiendo, a menudo soportando, y la fornada empieza a declinar. Los días pasan, la gente pasa, el Sol pasa, aunque vuelve de vez en cuando, y crece la sensación de que algo va faltando. Algo de intensidad nos va mezquinando esta ciudad despiadada.

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