19 de noviembre de 2007

Dos semanas y Media

Cuando se adquiere algún hábito fuerte y de pronto éste se ausenta, resentimos el cambio con algo de sorpresa.
Pero, cuando ese hábito tiene que ver con el trabajo y el día a día, la cosa puede tomar proporciones de angustia y hasta de desesperación.
Hace ya más de tres semanas sufrí el colapso de mi computadora. El disco duro, la zona donde se aloja toda la información que contiene el sistema, dejó de funcionar de un momento a otro. Todos los esfuerzos fueron realizados. Desde llamar al amigo, luego al especialista, hasta la consabida visita a Wilson Valley. Pero finalmente, nada se pudo hacer.
No quiero entrar en detalles sobre las cosas valiosas que perdí en este naufragio informático; pues podría deprimirme nuevamente. Tampoco quiero desgastarme en las reiterativas recomendaciones de precaución con la información electrónica y los respaldos de distinta índole.
Simplemente pensaba en que aún en la era de la información y los repositorios virtuales, el riesgo de perder documentación valiosa sigue vigente.
Evidentemente, es un escándalo que lo diga un bibliotecólogo de esta época como el suscrito. Nosotros que recibimos, en la universidad, cursos sobre conservación y protección de documentos en distintos soportes.
Así es. A menudo se piensa que tales medidas son para las instituciones, para el trabajo, y que a uno nunca le va a pasar.
Sin embargo, fueron dos semanas y media. Dos semanas y media sin poder trabajar con la amiga que me ha acompañado por cerca de tres años sin quejarse, sin reclamar nada, y con toda fidelidad por mis propósitos.
Había adquirido el hábito de trabajar al amanecer. Era una especie de conspiración en medio de una ciudad durmiente. Todo lo que leía y más recientemente, todo lo que estaba escribiendo, había sido básicamente realizado en las madrugadas. Hasta que en el momento menos esperado, zaz. No hubo más madrugadas, más lecturas, más ejercicio escritural.
Dos semanas y media usando computadoras de prestado y totalmente ajenas a mi ritmo. En fin. No hay duda, los tiempos nos han hecho unos “PC workers”; o, como se dice ahora, unos “networkers”, totalmente sujetos y atados a la impronta informática. Nos hemos hecho unos infodependientes. El teléfono ya no nos llena. Necesitamos más. Pareciera que la simple conversación no basta. Necesitamos sentir que estamos en la red, que algo de nosotros discurre en este nuevo oráculo que es la red de redes.

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