27 de junio de 2011

El Sur Peruano en el Siglo XXI

Entre la Tradición y la globalización
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Los recientes hechos en Puno, han inquietado, han perturbado a la opinión limmeña, en varios sentidos. Uno de ellos, es el de la legitimidad o pertinencia de su carácter social. Algunos quieren encontrar promotores o conspiradore como los denominados ponchos rojos, para rápidamente trasladar el tema al terreno policial o de mera seguridad interna. Otros, solo ven un tema económico, el del control sobre los recursos mineros.
Una combinación de esos y otros aspectos, parece lo más plausible, como todo problema social. Lo que todavía no queda claro, son dos cosas: primero, el tema de fondo, y segundo, la presencia de una auténtica voluntad por encarar el, o los problemas del sur del perú.
Sobre lo primero, cabe ensayar la posibilidad de cómo puede hacerse viable un escenario que conjugue un factor globalizante o globalizador, como son las inversiones mineras, con una pulsión cultural, claramente proveniente de la tradición de la que forman parte esas comunidades. Existe, al parecer, casos virtualmente exitosos de inversión minera en regiones pobladas por culturas tradicionales. Lo que no se advierte aún en el Perú, es que eso sea necesariamente reeditable en nuestro caso. No hay elementos de juicio que permita abrigar esa esperanza. De otro lado, y dentro de este mismo factor, tampoco es definitivo que el rubro, el de la minería, el de las actividades extractivas, sean inevitablemente conducentes en una realidad como la peruana. Históricamente, puede identificarse una línea de desarrollo signada por la minería, claramente destructiva y pervertidora de las energías humanas de este país. Durante toda la colonia, en los inicios de la República, y hoy mismo. En contraposición, una línea signada por la agricultura, por el cultivo de productos agrícolas, que posibilitó el surgimiento de prósperas culturas precolombinas. La transferencia de productos clave para la alimentación del viejo mundo durante la colonia como la papa, la proliferación de haciendas durante la República, y hoy, el enorme potencial frente a la próxima revolución de la biotecnología.
Sobre lo segundo, y tomando en consideración que la violencia interna reciente golpeó fundamentalmente la zona del sur andino, y sin embargo no se observa que los estamentos oficiales hayan intentado siquiera conducir políticas consistentes de desarrollo social y económico, puede comprenderse que en el fondo, no existe mayor interés ni voluntad real de intervenir de manera constructiva y efectiva en esa realidad tan compleja como es el sur peruano. No se registra algún incremento en los presupuestos educativos, de servicios públicos, de vivienda, o de desarrollo del agro. No parece observarse un serio interés en establecer bases de desarrollo en la región del Sur. Fijarse como el tema del gas de Camisea se tardó más de quince años en ponerse en ejecución.
Ahora bien, ¿puede decirse que las comunidades de las regiones del sur del Perú son del todo víctimas sin responsabilidad o imputabilidad alguna?. Creemos que no. Alguien debería responder por mistificar las cosmovisiones andinas, quechuas o aymaras. Cierta línea de la antropología postmoderna, la de la interculturalidad o de la inconmensurabilidad de las culturas, tendría que responder por alimentar un voluntarismo regresionista y en cierto modo, arcaizante en esas comunidades. Pero, al mismo tiempo, esas propias comunidades deben poder reivindicar su condición de interlocutores de la globalización, con todas sus consecuencias. para empezar, no son ni pueden asumirse a sí mismas, como entidades excluyentemente receptivas o destinatarias de atenciones por parte del estado y del resto del mundo. Ellas, esas comunidades, han elegido pasar a la condición de mayoría de edad, y merecen respeto. Parte de ese respeto, presupone un nivel de responsabilidad, de ciudadanía con todas sus consecuencias.
El estado peruano, de antiguo, no se ha portado bien con esas regiones y sus comunidades. Lo ha hecho mal, y de manera consistente. Hoy, parece empezar a pagar las consecuencias de esa pésima performance. Y de pasada, la factura afectará inevitablemente al conjunto del país. Por eso, solo por esa razón, el estado tiene la doble responsabilidad de conducir el actual estado de conflicto que moviliza a amplios sectores de la población del sur del Perú, hacia un camino de sinceramiento con las expectativas y posibilidades de desarrollo de esas regiones, y por extensión, de todo el país.
Lo que no se puede hacer, es tal como hacen algunos limeños frívolos, escamotear el fondo de la cuestión, tratando de presentar un panorama maniqueo con buenos puneños y malos puneños. Sostener o sugerir que las causas que desencadenan el conflicto en Puno responde a un nacionalismo distorsionado o alguna forma de perversión identitaria surgida en esas comunidades del sur, es tan ridícula como inconducente. Es perversamente discriminadora porque justamente apela, como lo hace la periodista Rosa María Palacios, a una seudo acusación de racismo, para desacreditarlos y descalificar las protestas contra la inercia minera que aspira a imponerse por la fuerza de los hechos en lugar de hacerlo por la vía del sentido común.
Una convulsión como la que está teniendo lugar en Puno, no solo desacredita a los radicales y extremistas delincuenciales, sino, además al oenegerismo irresponsable que a menudo juega al misionerito europeizado en ultramar, y termina distorsionando las cosmovisiones originarias y legítimas de las comunidades ancestrales, pero que eventualmente requerirán una adaptación a los tiemppos, y mejor si proviene de adentro de las propias comunidades.
De un lado, el estado tiene una clara responsabilidad en administrar con inteligencia y eficacia los problemas del sur del país, y las comunidades de ese sur peruano, tienen la responsabilidad de existir coherentemente en el mundo del siglo XXI.

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